miércoles, 25 de mayo de 2011

El coronel no tiene quien le acaricie



El coronel miró el plato rojo semivacío. Estiró su alargada lengua y lamió apenas tres sorbos. El agua que reposaba al fondo era inalcanzable y desistió. Estaba nervioso y la sed lo ahogaba. Cruzó el umbral de la cocina y decidió ir al dormitorio. Vania aún estaba dormido, enfermo, parece. Se subió a la cama y comenzó a acariciar la cara de Vania.

-Déjame, coño. Qué pesadito estás.

El coronel se distanció un poco, a los pies de la cama, mirando fijamente el irregular jadeo asmático de Vania, subiendo las sábanas, bajando las sábanas. Era miércoles y hacía un calor sofocante. Las mañanas de mayo empezaban a ser cortantes, incluso en aquella casa de fríos suelos, de sombras reconfortantes. Volvió a la carga.

-Vale, vale. Ya voy.

Vania se levantó con pesadez y tosió. Bebió de un trago medio vaso de agua que reposaba en la mesita de noche y se calzó las zapatillas. Fue directo a la cocina. El coronel lo siguió. Llenó a rebosar el plato rojo y se dirigió al salón. El coronel, esta vez sí, empezó a beber a destajo. Sintió que el agua lo purificaba, que la sed se acababa en su misma garganta. Yesenia apareció por el umbral con aspecto desaliñado, con las tetas inflamadas. El parto de anoche apenas duró media hora. Yesenia era primeriza. Se metió bajo las sábanas y parió tres criaturas allí mismo, ella sola, sin ayuda de nadie. Vania no estaba en casa en ese momento y no tuvo más remedio. Sin embargo, no se quejó ni un instante. Después, se quedó de lado, extasiada, dejando que sus críos chuperretearan sus pezones en busca de leche. Y así se hubiera quedado si no hubiera sido porque Vania decidió trasladarla a una cama que montó en el salón, al lado del sofá. Sobre una base mullida, apiló varias capas de mantas para las tres criaturas y para ella. Y así pasó la noche: Vania en su cuarto y los recién nacidos con su madre, en el salón. El coronel se acercó aquella noche de parto a ver el campamento del salón. Soltó un bufido de disconformidad a los pequeños, ante la indiferencia de la madre. “Me van a desplazar. Soy viejo y ya estorbo”, pensó. Y se fue con sus lamentos al cuarto de Vania. Estaba trabajando con el ordenador, pero se le notaba cansado. La enfermedad aún no había pasado. En realidad, el coronel había estado desde hacía tres días velando por su salud. Se sentaba a los pies de la cama y esperaba pacientemente a que Vania lo llamase, a que requiriese una caricia consoladora y empática.

Aquella mañana de miércoles, después de llenar el plato con agua, Vania fue al salón a ver cómo andaban los pequeños. Los cogió, los limpió y se quedó con ellos en brazos, sentado en el sofá. El coronel lo miró durante un rato. Más tarde, se fue al cuarto de Vania a mirar por la ventana, a esperar a que viniera. Pensaba en sus cosas. Cosas de viejo. Algún recuerdo, tal vez. Vania llegó.

-Estoy harto de que siempre estés igual. No puedes comportarte como un energúmeno cada vez que alguien pare en esta casa. Tienes mucha más clase que esto. No esperaba esto de ti.

El coronel entrecerraba los ojos y desviaba la mirada, como temiendo que aquellas palabras fueran aún más duras si las miraba de frente. “Sí, pero aún me quieres, aún soy importante para ti”, pensó. “Ahora estás así, pero en cuanto te descuides me estarás acariciando”.

-¿Qué quieres que haga? ¿Que los eche? No puedo hacer eso. No puedo hacerlo.

Vania meditó unos segundos antes de proseguir:

-Dime, ¿qué quieres que haga?

El coronel necesitó diez años –los diez años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible en el momento de responder:

-Miau.

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