viernes, 21 de diciembre de 2012

viernes, 30 de noviembre de 2012

2013



“Cuanto más viejo te haces, más rápido se te pasa el tiempo”, me dijo. Y el peso de la existencia se ciñó sobre nosotros como una nube de gas tóxico. Amenazante. Deduje que aquel hombre, que pretendía amenizar mi espera del autobús con sus lúgubres palabras, pasaba de los cincuenta. Pensé que, probablemente, su reciente divorcio –no hacía otra cosa que acariciarse el dedo anular desnudo, como un gesto muy arraigado- había alterado su percepción del tiempo. Yo ya lo había visto antes. En mi viejo, que de pronto se hizo viejo sin articular protesta. En mi tía, entregada a los fantasmas de su pasado, inconsciente de que hacía un año que había alcanzado la edad de jubilarse y jamás había enfocado su vida a nada que no fuera el odio. ¿Y en mí? Y al hacerme la pregunta, sentí algo recorriendo mi cuerpo. Pero no era un escalofrío. Hacía demasiado frío más allá de mi ser como para que pudiera sentirlo. Era pis. Me estaba meando encima con 28 años.

Traté de no pensar en ello, así que llevé mi mente a mi infancia. Por casualidad llegué a una sala de cine. Mi madre y yo; mis vecinos católicos y sus tres hijos. “Como una familia”, pensé. Era 1993, el año en el que Spielberg puso de moda los dinosaurios. Cuando mi madre se fue a Brasil a pasar sus últimas vacaciones sin familia, cuando dejé de jugar de portero para ser delantero, cuando el frío me mataba cada mañana que iba a Moratalaz desde Colmenar Viejo en un Citroen ochentero sin calefacción, cuando abandoné la colección naranja de ‘El barco de vapor’ y me atreví con la roja, cuando llamaba a mi abuela a través del fijo y sin prefijo… De repente, volví a tener ocho años.

Decidí saltar una década. ¡Dios, todo lo que pasó en mi vida entre 1993 y 2003! Los juegos cada vez más complejos, los amores cada vez menos inocentes, los amigos cada vez más casuales... Los veranos eran trienios; los años, décadas. El tiempo pasó tan lento entonces que, sentado junto al hombre de verdades incómodas esperando al autobús, apenas alcanzaba a comprender lo que había pasado en mis últimos diez años. ¡Diez años! Nada. Un leve suspiro carente de primeras veces, sin emoción. Todo estaba descubierto y lo incierto ya no despertaba en mí suficiente interés como para indagar. Había perdido una parte de mi vida marcándome objetivos y cumpliéndolos mientras la vida se empeñaba en suceder sin mi permiso.

En la parada de autobús ya era 2013. No cayó el meteorito, ya ven, pero mi mundo se estaba desmoronando en apenas segundos. Y yo no acertaba a descifrar si mearme encima podría impedirlo. 

martes, 18 de septiembre de 2012

Macondo por un beso



Pensarte es como imaginarme un libro en blanco en el que uno lee lo que le da la gana leer, y en el que a mí se me dibujan las palabras: “Quererte es como pasear mi orgullo herido por las plazas más repletas de venganza y ambición; amarte, como regalarte Macondo por un beso y que me mires sin expresión alguna y me preguntes: ‘¿Y eso qué es?’”.

martes, 27 de marzo de 2012

Comos (IX)



Como Dustin Hoffman cuando cuenta las cartas que va sacando el crupier en “Rain Man”.

Como las farolas ante el trajín de un fin de semana en el centro de Madrid.

Como el atractivo de una niña pija en un concierto de Led Zeppelin.

Como mi actitud cuando leo las primeras 16 páginas de un libro de Ken Follett, justo antes de cerrarlo indignado.

Como los suspiros que sueltas cuando el polvo que estás echando sólo sirve para recordarte que el amor ya ha muerto.

Como un amigo cuando realmente lo necesitas.

Como la Penélope de Serrat.

Como Khedira en un Real Madrid ofensivo.

Como el carisma de Rajoy.

Como la sonrisa que precede a la firma.

Como el color de la primavera para los tecnófilos del siglo XXI.

Como la rima de los versos que escupo de mucho en mucho.

Como la mirada de Dios cuando tiene una injusticia delante de sus narices.


Por no decir otra cosa... Ausente.