sábado, 5 de julio de 2014

Los polvos perdidos


Descubro con cierta desilusión que empiezo a cumplir con todos los clichés atávicos del escritor. Convivo con la noche, en la que las horas se me mueren sin mucho sentido mientras busco la palabra, la idea, que derive en historia. Sigo sin aprender que la imaginación aparece justo cuando se encienden las luces del bar y el New York, New York de Sinatra preludia un final de cama vacía. Si es una de esas noches en las que aprieto el botón de voy a tener suerte de Google, acompaso el tecleo con el arrítmico absorber de las caladas, trasladando desde mi cabeza ese caos de ideas tan propio del gremio. A menudo, el filtro de ese cigarrillo se me queda colgando del labio inferior y, para despegarlo de la piel sin desollarme, recurro al whisky. En esos casos suelo pensar en mujeres y, entonces, cambiaría un verso gastado llenito de palabras de amor por un polvo. Para un escritor no hay nada más triste que enfrentarse a palabras solitarias. Nada, excepto una cama vacía.