lunes, 26 de diciembre de 2011

El viajante del sur


El primer ruido vino del sur: una sirena de cabellos dorados, cadera ancha y alma de campesina. Casi sin quererlo, varé en su playa y sucumbí durante un año a los frutos exóticos de su piel, a la tiznada y fina arena que nos envolvía en cada atardecer, rodeados de un océano de nada. Pasó el tiempo y, con la primera ola del verano, me hice viejo de golpe. Y, horrorizado, me desenredé de sus cabellos, me escondí en la ola y me fui con ella sin mirar atrás.

Y quise flotar a la deriva, bregar solo con la mar. Esperar la muerte agarrando fuerte el timón. Y navegué. Y navegué. Y navegué hasta que perdí el norte. Y, entonces, de babor llegó un segundo amor: una amazona guerrera de piel morena, pelo encrespado y sueños de bailarina. Encallé otro año en sus aguas de poco calado y nos olvidamos de la playa. Y del mar. Y del sol. Y nos arropamos con la oscura noche entre pasiones y miedos, dejando una estrella encendida antes de dormir.

Al tiempo, la playa, el sol y el mar empezaron a hablarme. Se sentían sepultados por la noche, decían. Me susurraban al oído para que no me durmiera, apagaban la estrella encendida para que me asustara. La luna, cómplice, se tornaba en espejo que reflejaba a un hombre envejecido por la calma. Y me conminaba, noche tras noche, a seguir mi travesía hacia el norte.

Harto, decidí salir de aquella cala. Pero mi amazona me asió por el brazo y se negó a dejarme marchar. Quise explicarle que debía viajar al norte, que la luna me lo ordenaba. Que el sol, la playa y el mar, heridos porque ya no les hacía caso, querían que me fuera de allí. Que me asustaban y no me dejaban dormir. Quise contárselo todo, pero no lo hice.

Me deshice de su fuerte mano y le dije: “Déjame marchar. El norte me espera”. Ella preguntó con su mirada felina y yo sólo pude contestar: “Necesito volver a destrozarme el corazón”.

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