Su inabarcable sonrisa se salía de los límites de su boca y sus comisuras delimitaban la linde con el mundo más triste jamás imaginado. Lo observaba a carcajadas, altiva, como si fuera un chiste mal parido a media luz en el insalubre sótano de algún dios perverso. Y solo su contagiosa risa la mantenía con vida, impermeabilizando sus huesos y su carne y su alma ante una humanidad vírica.
Por suerte, follaba como pocas. Contenía la respiración, como un preludio de lo inesperado, ante la inminencia de otra boca y anunciaba resbalando las sílabas cada orgasmo que padecía. Y, después de cada polvo, rebuscaba en un cajón, sacaba una vieja cámara y ¡clic! Quiero acumular tu felicidad después de follarte.
Nunca entendí del todo aquella costumbre. Tampoco importaba: jamás me la explicaría. Su ser se sostenía entre la eterna queja misántropa, contra esos putos mediocres, esa puta gente que ha infectado este mundo verde y bonito, y la inacción de quien atesora una suerte de amor egoísta hacia los objetos, instantes o personas más inmediatos. No. La mujer exclusiva no necesitaba explicarse.
Le bastaba con sonreír.