Pegué el primer mordisco al bocata de besos. Resultó lo más jugoso que había probado. Sabía como debe saber un beso de mi primer amor, a quien que nunca besé. El segundo bocado me supo a plenitud adolescente. El tercero, a aquellos locos años 20. Y cuando le di el cuarto bocado, me di cuenta de que el capullo del camarero le había echado al bocata una capita, casi imperceptible, de desamor.
Escupí y pedí la cuenta.
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