“Cuanto más viejo te haces, más rápido se te pasa el tiempo”,
me dijo. Y el peso de la existencia se ciñó sobre nosotros como una nube de gas
tóxico. Amenazante. Deduje que aquel hombre, que pretendía amenizar mi espera
del autobús con sus lúgubres palabras, pasaba de los cincuenta. Pensé que, probablemente,
su reciente divorcio –no hacía otra cosa que acariciarse el dedo anular
desnudo, como un gesto muy arraigado- había alterado su percepción del tiempo.
Yo ya lo había visto antes. En mi viejo, que de pronto se hizo viejo sin
articular protesta. En mi tía, entregada a los fantasmas de su pasado,
inconsciente de que hacía un año que había alcanzado la edad de jubilarse y
jamás había enfocado su vida a nada que no fuera el odio. ¿Y en mí? Y al
hacerme la pregunta, sentí algo recorriendo mi cuerpo. Pero no era un
escalofrío. Hacía demasiado frío más allá de mi ser como para que pudiera
sentirlo. Era pis. Me estaba meando encima con 28 años.
Traté de no pensar en ello, así que llevé mi mente a mi infancia.
Por casualidad llegué a una sala de cine. Mi madre y yo; mis vecinos católicos
y sus tres hijos. “Como una familia”, pensé. Era 1993, el año en el que Spielberg
puso de moda los dinosaurios. Cuando mi madre se fue a Brasil a pasar sus
últimas vacaciones sin familia, cuando dejé de jugar de portero para ser delantero,
cuando el frío me mataba cada mañana que iba a Moratalaz desde Colmenar Viejo
en un Citroen ochentero sin calefacción, cuando abandoné la colección naranja
de ‘El barco de vapor’ y me atreví con la roja, cuando llamaba a mi abuela a
través del fijo y sin prefijo… De repente, volví a tener ocho años.
Decidí saltar una década. ¡Dios, todo lo que pasó en mi vida
entre 1993 y 2003! Los juegos cada vez más complejos, los amores cada vez menos
inocentes, los amigos cada vez más casuales... Los veranos eran trienios; los
años, décadas. El tiempo pasó tan lento entonces que, sentado junto al hombre
de verdades incómodas esperando al autobús, apenas alcanzaba a comprender lo
que había pasado en mis últimos diez años. ¡Diez años! Nada. Un leve suspiro
carente de primeras veces, sin emoción. Todo estaba descubierto y lo incierto ya
no despertaba en mí suficiente interés como para indagar. Había perdido una
parte de mi vida marcándome objetivos y cumpliéndolos mientras la vida se
empeñaba en suceder sin mi permiso.
En la parada de autobús ya era 2013. No cayó el meteorito,
ya ven, pero mi mundo se estaba desmoronando en apenas segundos. Y yo no
acertaba a descifrar si mearme encima podría impedirlo.