Descubro con cierta desilusión que empiezo a cumplir con
todos los clichés atávicos del escritor. Convivo con la noche, en la que las
horas se me mueren sin mucho sentido mientras busco la palabra, la idea, que
derive en historia. Sigo sin aprender que la imaginación aparece justo cuando se
encienden las luces del bar y el New
York, New York de Sinatra preludia un final de cama vacía. Si es una de esas noches en las que aprieto el botón
de voy a tener suerte de Google, acompaso
el tecleo con el arrítmico absorber de las caladas, trasladando desde mi cabeza
ese caos de ideas tan propio del gremio. A menudo, el filtro de ese cigarrillo
se me queda colgando del labio inferior y, para despegarlo de la piel sin
desollarme, recurro al whisky. En esos casos suelo pensar en mujeres y, entonces, cambiaría un verso gastado llenito de palabras de amor por un polvo. Para un
escritor no hay nada más triste que enfrentarse a palabras solitarias. Nada,
excepto una cama vacía.