viernes, 24 de mayo de 2019

Lolos


¡Lolo, que se te va a quedar frío!, escuchó y gruñó con desaprobación, pensando ¿qué diablos le pasa a esta mujer, si aún no son las tres?, porque sedado a base de anisetes y pistachos, su estómago apenas recordaba lo que era el hambre y su cuerpo, que ya no era su cuerpo, renegaba de cualquier placer más que el de rebosar por los confines de la hamaca mientras se pudría lentamente al tibio sol de abril, meditando, reservando las bocanadas más profundas para las furtivas brisas que se levantaban sendero abajo, allá donde los ancianos abedules marcaban la linde con el mundo; de ala ancha sobre la frente echada, su eterno sombrero de esparto se encargaba de dibujar la realidad y, justo en el vacío que formaban las abrazadas hebras de paja, diminutas ventanas romboides, difusas como las estrellas en aquellas lejanas noches de bohemia de su juventud, amarilleaban el caserón de piedra, el huerto y las gallinas, y también hacían prácticamente indistinguibles las cosas más remotas: la otrora imperial verja de forja que le había regalado el mismísimo Fraga tras un banquete en El Pardo, el desvencijado granero, infestado desde la democracia de bichos y musarañas e, incluso, el hondo pozo que según decían había construido con sus propias manos en un solo fin de semana, furioso porque el Ayuntamiento le quería cobrar por el agua, ¡a mí, que he traído el primer coche a este pueblo de mierda y enseñé a todos a conducir!, ¡a mí, que he puesto carreteras donde sólo había piedras!, ¡a mí, que pagué de mi bolsillo el puto edificio del Ayuntamiento!, bramando entre azada y azada, aunque en realidad lo que pagó de su propio bolsillo fue a una banda flamenca que pasaba por su puerta, camino a Madrid para tocar con La Faraona, a la que tomó por un clan gitano de baja estofa y a la que ofreció una cantidad tan desorbitante por construir el pozo que los artistas aceptaron y cavaron y empedraron sin rechistar, incluso riendo las gracias sobre lo vagos que son los gitanos a aquel hombre anclado a la mecedora que acariciaba de cuando en cuando una escopeta cargada; todo eso escudriñaba completamente estirado el patilargo Manuel, que cien veces compróse involuntariamente hongos, bombines y fedoras, y cien veces que nones, que el sombrero no se jubila, leñe, y que no me compres más cosas para la cabeza, Dolores, que ya la tengo bien amueblá, carajo, bufando cada vez que ella le regalaba algo utilizando su propio dinero, con qué otra cosa podría pagar si no, como aquella vez que, de mero aburrimiento, encargó a dos anchos jóvenes que le plantaran en mitad del patio trasero una pérgola de madera del siglo XIX que había tallado un artesano de Valladolid para un refinado pero austero conde francés que la había desdeñado nada más verla por presuntuosa y fútil, y que ahora se clavaba entre agrietados adoquines, que la madre que me parió, Dolores, ¿no había otra forma que romper el suelo?, y que según cuentan quemó de pura ira delante de los mozos, a los que negó sus emolumentos, ni una taza de café les ofreció siquiera, y a los que amenazó con pegarles cuatro tiros si no abandonaban sus tierras de inmediato, pero que en honor a la verdad aquella historia acabó sin violencia alguna, con los muchachos marchándose con su jornal y la pérgola siendo despiezada con mimo y revendida a un escultor religioso de la capital que había hecho fortuna vendiendo réplicas renacentistas a la Iglesia durante los 50, que mejor sirviendo a Dios que aquí, sirviendo a nadie, ¿no, Dolores?, repetía  a modo de disculpa velada, que yo me apaño con la hamaca, aún deshilachada y mustia, y siempre amenazando con tumbar las torcidas encinas que ataba; todo eso olvidaba con absoluta letargia el orondo Manuel, debatiéndose en duelo a mano abierta con los mosquitos, que ya ni le picaban por viejo y desmemoriado, y que a fuerza de compartir con él tórridos veranos de melones con jamón y olímpicas piscinas embalsamadas de vino tinto y gélidos inviernos de lumbre y pucheros, ya le habían cogido tanto cariño que simplemente les gustaba revolotear a su alrededor mientras sesteaba, tan necios ellos del incordio que suponían como de la importancia que aquel raído algodón tenía para él desde el momento en que se lo encontró en una casa de Córdoba, al lado de la finca en la que había crecido, abandonada por una familia de republicanos que había huido de súbito a Francia durante la guerra con un hatillo y poco más, momento que aprovecharon sus camaradas para rescatar los libros escondidos en un altillo y los nacionales para saquear los escasos objetos de valor que habían olvidado, aunque Manuel no lo recordaba exactamente así, claro, y negaba una y otra vez haber participado de ningún deshonroso expolio en aquellos tiempos de medallas al valor y ascensos casi mensuales que le valieron algo de metralla en la pierna derecha, algo menos de tierras y riquezas, así como el rango vitalicio de coronel, aún llevando treinta años en la reserva, tal y como le contaba a cualquiera que quisiera escuchar, que yo no soy ningún ladrón; en la guerra hicimos cosas malas, pero nunca me he quedado ni un duro de nadie, tratándose de justificar entre las ebrias carcajadas de los demás comensales, que siempre lo trataban con absoluta indulgencia porque él era así y se hacía querer por todos los que lo conocían: cuentan que la brillante calva que trataba de disimular con su sombrero y que en secreto untaba con crecepelos traídos desde París fue en otro tiempo un poblado vergel de tal belleza que hasta la mismísima Eva Perón cayó rendida durante una cena en la que coincidieron y en la que él tampoco tenía especial hambre, una falta de apetito que se transformó de taberna en taberna, en los círculos más abyectos, en una gesta heroica de un hombre tan viril, con una agenda femenina tan rebosante, que era capaz de rechazar a Evita, lo cual era absolutamente falso, ya que nunca llegó compartir un espacio físico ni una sola idea en común con ella, aunque sí es cierto que le gustaban las mujeres, como a todos, y tenía un reservado en los mejores clubes de alterne de Madrid, así como un par de queridas en sendos pisos del centro por los que pagaba un generoso alquiler; todo eso ignoraban los mosquitos y las moscas, y ni siquiera Lola se había enterado hasta hacía unos años, cuando su hermana Julia, que no sabía leer ni escribir pero se había dejado las manos cosiendo durante la posguerra, apareció un buen día en su puerta descompuesta y sin novio ni marido ni un sencillo presente como era menester, pidiendo para comer, sin saber siquiera que en aquel inmenso pórtico que preludiaba aquel caserón de piedra se encontraría con su hermana veinte años después, abrazándose, besándose por la dicha compartida, e invitóla a entrar, y allí se atrincheró durante los siguientes diez años, acostándose en secreto con Manuel cada vez que Lola salía a sembrar o a segar o al pueblo a comprar víveres, con diez minutos les bastaba para dar rienda suelta a su pasión, no más, hasta que Julia confesó todo: que no era amor, que se sentía obligada por gratitud hacia su marido, que la habían rescatado de la miseria y que durante esa década había conseguido aprender a leer, a escribir, a mecanografiar, que todo eso le debía, pero que había conocido a un hombre en Madrid y que no quería marcharse sin sincerarse, en un gesto que le honró tanto como le dolió el repentino bofetón que Lola le soltó a continuación y que derivaría en otros veinte años de mutua indiferencia hasta que Julia murió y pudo evitar, gracias a su precipitado matrimonio, plañideras y embustes en su funeral, que era lo que más le preocupaba en la vida, según su marido, pero que tuvo consecuencias más serias para los Lolos, que estuvieron más de cinco años sin yacer, según el testimonio de las comadres del pueblo, y que cuando ella logró perdonarle tampoco sirvió para mucho, pues cuentan que cada vez que embarazaba se tiraba al pozo sobre su propia panza para abortar como castigo por los años de infidelidades, y que los restos de cada niño que gestaba se quedaban allí mismo, que no quiero saber nada de hijos tuyos, cabrón, le espetaba, obligándolo cada día a contemplar cómo se pudría toda su descendencia en el fondo del pozo, cuando en realidad Lola jamás perdonó a Manuel y jamás volvieron a yacer y jamás embarazó, y sólo le prometió permanecer a su lado si le proporcionaba todos los lujos que quisiera, que tú vete con tus queridas o con quien quieras, pero a mí me tratas como a una reina, le decía, acordándose quizás entonces de cuando tenía diez años y comía pieles de naranja o de patata que robaba de los huertos vecinos y rebuscaba en la basura mientras vagaba por Málaga en busca de un nuevo hogar tras el bombardeo que había acabado con casi toda su familia, excepto un par de hermanas con las que cargaba de plaza en plaza pidiendo para comer, recordando tal vez cuando su padre huyó tras ver cómo los nacionales quemaban vivos, embadurnándolos en alquitrán y dejándolos durante días al sol, a los líderes republicanos que encontraban en cada pueblo, rememorando cómo aquella orfandad marcó su infancia y su pubertad y cómo se juró a sí misma no volver a pasar hambre, incluso renunciando a su ideología; todo eso afligía a Manuel, conocedor de la triste historia de Lola, a la que llamaba Dolores sólo cuando se enojaba o sólo por joder, quién sabe ya, ensimismado aún por su gallardía al haberla rescatado de aquel infierno al que la habían condenado su familia, la República y los Azaña que los parió, que ahora ya estás a salvo y no volverás a pasar hambre, la consolaba entre irresistibles sonrisas, invitándola a Chicote a mirar obnubilada con cara de pánfila a aquellos apuestos ingleses mientras trataba de adivinar su extraña verborrea, hasta que un buen día dejaron de ir cuando Manuel dio muerte a un hombre al que descubrió brigadista y del que nunca más se supo, pero también a pasear más allá de Gran Vía y llegar hasta Sol para enamorarla a base de besos y cumplidos y otras lisonjas, porque en verdad las cuatro perras que tenía prefería gastarlas en sobornar al funcionario de turno para conseguir vales de racionamiento de gasolina, la cual revendía de estraperlo para hacer fortuna, algo que consiguió en muy poco tiempo gracias a la vista gorda del Régimen, y entonces ya las lisonjas se convirtieron en regalos y coches y pisos enormes en Serrano, y ya Manuel no perdía corrida en Ventas, donde en los días pretéritos no perdía fusilamiento, y empezó a codearse con la crème de la créme e incluso aprendió el francés suficiente como para saber qué significaba aquella expresión, convirtiéndose de la noche a la mañana en todo un monsieur siempre acompañado por su bella madame en bodas, bautizos y comuniones de generales y generalitos, tan embelesada ella por aquella vida que tras un año entero encadenando fiestas llegó a desarrollar la inigualable habilidad de bostezar y beber a un tiempo, sólo para disimular su cansancio y no dar una errónea impresión de aburrimiento, sin siquiera pestañear cuando se aupaba a aquellos zapatones que marcaban la moda entre las europeas y que criminalizaban sus pies enjutos, provocándole continuos esguinces en los tobillos, pero qué bailes y qué príncipes y qué músicas, pensaba, hasta que la fortuna de Manuel empezó a diluirse tan rápidamente como la había amasado, entre putas y casas y coches y puros y champán e incluso orfebres de medio pelo que le vendían pomposas estatuas para dignificar a los señores en mitad del vasto jardín de aquella finca a las afueras que compraron por dos duros a una viudita ignorante y que a la postre sería su única residencia; todo eso se oxidaba ante Manuel, que miraba como pasmado cómo se derretían los últimos reductos de su grandeza, más empeñado en ahogar sus frustraciones en alcohol que en poner algún remedio, más concentrado en olvidar que en recordar, contemplando impasible cómo aquella figura dorada languidecía entre hojarasca y gallinazas resecas como tumores en pómulos y orejas de los inmortales y metálicos Lolos que, según cuentan, una vez fueron mortales y carnosos y hasta tuvieron alma, o eso dicen quienes fueron testigos del incidente del 18 de julio de 1952, cuando Lola dio a luz al único hijo que sobrevivió a su vientre para contarlo, pero que nació con tres brazos y una sola pierna y dos cabezas y cuatro pezones en un descuido imperdonable de los dioses, a los que Manuel rogó, a los que Manuel imploró desde el más profundo ateísmo, fingido a la perfección durante cuatro décadas de sermones y diezmos, que permitiesen vivir a Lola y al niño, quienes se desangraban ante sus propios ojos en el quirófano, que dejaré las putas y al niño no lo venderé a ningún circo, se desgañitaba en oraciones mientras se bebía a sorbos la sangre esparcida por el suelo a modo de acto de fe, y fue entonces cuando a Lola y a Víctor se les empezó a escapar el alma por la boca, como un vómito espectral según cuentan, y sintió Manuel su propia alma escabullirse entre sus órganos, ascendiendo por su garganta hasta que cerró los labios y apretó los dientes con tal fuerza que al día siguiente tuvo que pagarse una dentadura postiza porque se había hecho añicos las 32 piezas, pero lo que le sirvió para retener su alma y darle así más tiempo sobre la Tierra para salvar a su familia, que si no es por las buenas, pues por las malas, gritaba enfurecido al tiempo que agarraba con sus propias manos los huidizos espectros de Lola y Víctor y volvía a introducirlos en sus respectivas gargantas a empujones, o eso juran los presentes que ocurrió, aunque todos ellos diferirían más tarde en su descripción de las almas escapistas y en el número de brazos y piernas y cabezas y pezones de la criatura, y ni media dijeron, entonces ni nunca, del verdadero destino de Víctor, quien terminó a varios kilómetros del circo más cercano, enterrado en La Almudena cerca de Galdós con su maltrecho cuerpecito de jardín infancia encajonado en madera de pino para la eternidad, eso sí, con dos brazos, dos piernas, una cabeza y dos pezones, al contrario de lo que se tomaba por cierto, y con un defecto congénito que antiguamente le habría valido para ser considerado un cretino o un idiota, pero al que la avanzada sociedad de los 50 denominaba retrasado mental; todo eso aún angustiaba a Manuel noche a noche, cuando imaginaba a su hijito en el parque jugando al fútbol, a su hijito aprendiendo a montar en bicicleta, a su hijito pidiéndole 40 duros para ir al cine, a su hijito nadando en Benidorm, a su hijito aguardando en la maleza hasta tener a tiro a la codorniz, a su hijito jurando bandera en Cuatro Vientos y, por supuesto, a su hijito muerto antes de tiempo, incapaz de correr o de saltar, truncada su vida antes de vivirla, como la de los otros dos hijitos, dos idílicos varones, que se mataron en el vientre de su madre pero no porque ella se tirase sobre su panza al pozo, sino porque los abortaba de forma natural, uno cuando se cayó de una motocicleta porque Manuel insistía en que ella tenía que aprender a conducir, una desgracia, ciertamente, y el otro mientras meaba, que ya hay que tener mala leche para tirar a tu hijo por el retrete, carajo, le reprochaba, al tiempo que se juraba a sí mismo no intentar procrear hasta que alguien con suficiente autoridad les asegurase que no volvería a pasar lo mismo, así que cuando el cura les contestó que esas cosas escapan a la voluntad humana y que sólo Dios conoce sus propios designios, Manuel entró en cólera, y bramó y renegó de Dios una y cien veces antes de acudir a un matasanos que tuvo la osadía de inspeccionarle a conciencia el coño a su mujer, allí mismo, delante de sus propias narices, mientras le introducía toda clase de objetos metálicos por el agujero sin ningún pudor, para después darle la mala nueva: que su mujer está como una rosa, que habría que hacerle unas pruebas a usted, señor, para averiguar si el problema es suyo, a lo que Manuel respondió con más cólera y más bramidos y mil veces renegó de la ciencia, que es peor que la Iglesia, que al menos te asegura un lugar en Cielo, y marchóse violentando a portazos a todo aquel con el que se cruzaba, perseguido por Lola hasta llegar a su casa, donde la desnudó de un manotazo y le hizo el amor allí mismo, sobre el sofá, donde ella quedó embarazada al instante y, nueve meses después, de su cuerpo salió Víctor mientras su alma trataba de atajar hasta San Pedro, según dicen, y cuando cinco años más tarde su hijito murió, ambos lloraron abrazados durante semanas, jurándose no volver a yacer sino con protección porque, aunque ya sabían desde que se conocieron que eran primos lejanos debido a que sus madres eran primas en algún grado que desconocían y las malas lenguas decían que los Borbones habían caído en desgracia por yacer sólo entre ellos, nunca hasta la muerte de su único hijo se habían planteado que les pudiese suceder como a los reyes, y desde entonces enterraron sus instintos de procrear, lo que los sumió en varias décadas de una levedad tal que pronto empezaron a dejar de acudir a las escasas fiestas a las que les invitaban, comenzaron a encerrarse en sí mismos, uno en el Diario Pueblo, donde había llegado a controlar la distribución de papeles en Madrid y parte de Castilla, y la otra en la casa, cocinando, limpiando y viendo la televisión, cuando la televisión llegó para gobernar el salón y las aburridas horas de sus solitarios días; todo eso apoltronaba a Manuel en la hamaca, consciente ahora como entonces de que nada se puede hacer en esta vida salvo vivir, aferrarse a lo que quede más a mano, siquiera una decrépita tela, y dejar que el tiempo cure las heridas más profundas, o eso creía él, que llevaba ya décadas consumido en su lento y vacío existir esperando una señal, alguna providencia divina que le indicase el siguiente paso o, acaso, un motivo para salir de los límites de la finca en la que se había enclaustrado junto a Lola, secuestrada de sus propios sueños menos sedentarios, y en esas estaba Manuel el 18 de julio de 1982, exactamente el mismo día en el que Víctor habría soplado treinta velitas, cuando el destino se precipitó sobre la verja de la hacienda en forma de funcionario del Gobierno, carta en mano, para cambiar la sexagenaria rutina de los Lolos que, con platos por ojos, no daban crédito al mensaje, que no puede ser, que no puede ser, repetían al unísono, mientras se llevaban las manos a la cabeza: cuentan que José, el padre de Lola, había aparecido en Casabermeja después de medio siglo en el exilio, ciego y medio sordo él, y que nadie se atrevió a preguntarle dónde había estado, de qué infierno había salido, y que lo único que dijo fue que tengo cien años y lo único que quiero es ver el mar por última vez, así que a Málaga arrearon los del pueblo, indulgentes con el pobre viejo que cuando se plantó en la orilla aseguró que veía el mar, estirando el cuello para saborear sus olores, y entonces todos le dieron bola y lo dejaron solo con sus fantasías durante no más de diez de minutos hasta que volvieron y lo encontraron tumbado, con los brazos en cruz y sin pulso, tieso como un palo, tras lo cual lo llevaron a la morgue, y como sólo había dos vecinos del pueblo que habían reconocido el cadáver pero a los dos les faltaba un tornillo y les sobraba senectud, decidieron ponerse en contacto con Lola para que certificase su identidad, eso decía la carta, y todo era cierto salvo que algunos de los presentes juraron haber visto cómo José, efectivamente, curóse como Lázaro diez minutos antes de morir y llegó a ver el mar con sus propios ojos; todo eso leía Lola, palabra por palabra, una y otra vez, mientras se revolvía en el asiento del copiloto del Citroën CX camino a Málaga, sin cruzar palabra con Manuel hasta que entraron en el depósito y comprobó, efectivamente, que el cuerpo que estaba escondido bajo una manta blanca era el de su padre, y lloró y clamó y dirigió décadas de odio acumuladas hacia Manuel, que no entendía nada, que todo esto es culpa tuya, que llevo toda la vida sin padre y mira qué marido me eché, un fascista de mierda, que eres un ladrón y un putero y un hijo de la gran puta, y ni con aguantarte tengo la vida que me merezco y otros improperios que Manuel aceptó estoicamente mientras trataba de abrazarla y consolarla, arguyendo entre mimos que José era un terrorista y que no le deseaba ningún mal, pero que él mismo había tenido que matar en la guerra a sus hermanos y que no se arrepentía porque eso es la guerra Lola, dos hermanos que se quieren matándose, torturándose, renunciando a su sangre por un ideal superior, que lo mío es peor, Lola, que casi ni recuerdo a mi padre tras abandonarme, decía, mientras ella le golpeaba el pecho con rabia, y fue entonces cuando sucedió, cuando llegó la señal que Manuel llevaba tanto tiempo esperando, justo cuando se acercó a la manta y descubrió el cadáver de José, palideciendo al instante, tambaleándose entre jadeos entrecortados, y fue entonces cuando Manuel recordó a su padre, que no siempre fue ciego ni medio sordo, pero que siempre hablaba de que su mayor placer era ver el mar, que le habían dichos los otros borrachines de la taberna que frecuentaba en Córdoba que como en Málaga en ningún sitio y que lo último que supo fue que se había instalado en Casabermeja, a más de cuatro leguas del mar más cercano, y todo esto lo recordó de súbito nada más ver una cicatriz que aún conservaba su padre en el mentón, tras lo cual echó a llorar como nadie le había visto desde la II República, cuando esos putos rojos lo jodieron todo, y entonces volvió en sí, se acercó hasta Lola y la rodeó con sus brazos y la besó en la frente y le contó la verdad, enmudeciendo todos los presentes durante varios minutos, tras lo cual firmaron un acta que les proporcionó un funcionario, se montaron en el coche y emprendieron el viaje de vuelta, aguardando sin siquiera mirarse, hasta que cruzaron la verja de la entrada de la finca en que estaban condenados a morir, el momento que llevaban temiendo toda su vida; creo que deberíamos separarnos, Lolo, escuchó Manuel, que se tomó un segundo para reunir valor para contestar: ¿qué hay de comer?